En su Ecce Homo (y en la sección dedicada a Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche afirma que “el Diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días”. A esta iluminadora conclusión llega el filósofo después de decirnos que “fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo (la creación), se tendió bajo el árbol de la ciencia en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios… Había hecho todo demasiado bello…”. No son pocos los pensadores y teólogos que coinciden en la sutil identificación entre Dios y el Diablo. Papini explicó el caso asegurándonos que, en la parusía, nos sería revelado que el Maligno no es sino el rostro más inescrutable del Todopoderoso.
El Mal, esa realidad inextirpable que espanta a los pusilánimes y fascina a los aventureros, no dejaría de ser una metodología más para la vida práctica, tan decorosa como el Bien que encandila a los ilusos. Unos y otros confundirían el objetivo con los procedimientos.
El Príncipe de la Tinieblas existe, como existen el infierno, sus ministros y sus ejércitos, como existen Astaroth, Sargatanas o Asmodeo. Todos estos entes son proyecciones de una sustancia divina de naturaleza esencialmente polimórfica y polifuncional. Todos gozan de una amplia autonomía, ya que, de lo contrario, el juego perdería toda la gracia. En este misterio cada cual desempeña un papel providencialmente preestablecido.
Resulta absolutamente imperdonable el cachondeo que se ha formado en el mundo visible con la supuesta venida del Anticristo anunciada para el martes 6 de junio (6 del 6 del 2006). Por enésima vez se volvió a desempolvar la consabida bufonada apocalíptica en torno a la nueva y oportunista versión cinematográfica de La profecía, una película idiota y aburrida como todas las que, en vano, han intentado discurrir sobre los inefables expedientes de la gehena. La reciente adaptación, cuyo protagonista infantil es un niñato rancio con cara de pajillero, redunda –tal y como estaba previsto– en la estética del despropósito y la cagalera. El Anticristo, que es un señor de los pies a la cabeza, ha ignorado, con su característica elegancia y proverbial discreción, este lamentable contubernio de borrachos.
Por último, he aquí una interpretación, nada fantástica ni histérica, del sentido del Apocalipsis –casi con total certeza la más próxima a la verdad histórica– con aportaciones del poeta español Juan Larrea y del escritor británico Robert Graves: se trataría de un texto dirigido desde oriente contra la ideología de la preeminencia del episcopado de Roma, el cual, tras proclamar la necesidad de adaptarse a los tiempos, inició el diseño de un modelo jerárquico inspirado en el Imperio, traicionando así la pureza del mensaje evangélico. Estaríamos, por tanto, ante un panfleto político esbozado originariamente durante la persecución de Nerón (54-68 ) y definitivamente elaborado en época de Domiciano (81-96). Pero el archienemigo del Apocalipsis no es sólo el César, sino además, y principalmente, la Iglesia occidental, que ya empezaba a vislumbrar las enormes ventajas de un poder fuerte y centralizado. El cuarto papa, Clemente Romano, ordenó, en su célebre Epístola a los Corintios, la constitución de una iglesia conforme a la organización romana del mundo, sentando las bases de una monarquía absoluta que haría de la cristiandad una copia exacta del Imperio como instrumento de dominación. Las dos bestias del capítulo XIII representarían: la primera (versículos 1-8 ), con Siete Cabezas y Diez Cuerpos, al Imperio romano; la segunda (versículos 11-17), con dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero que habla como un dragón (Falso Cordero o Cordero Fingido), a la Iglesia corrupta, posteriormente definida como la Gran Ramera.
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