jueves, 26 de abril de 2007

Morir en la hoguera

Todo en la guerra es espantoso, pero hay acontecimientos que por un motivo u otro causan más horror que otros. De la segunda guerra mundial uno de los relatos que más me han impresionado ha sido el bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por los aviones aliados. Creo que fueron más de seiscientos los que descargaron sobre la indefensa ciudad, que no era objetivo militar ni siquiera nudo de comunicaciones, toneladas y más toneladas de bombas de fósforo que incendiaron la ciudad joya del arte barroco, una de las más bellas de Europa, causando más de doscientos mil muertos. Murieron quemados, y los que se lanzaron al río esperando así salvarse murieron hervidos por el agua calentada a más de cien grados por las bombas incendiarias. El acto fue tan horroroso que en la propia Inglaterra se han publicado libros calificándolo de crimen contra la humanidad, y eso que los aviones, en su mayor parle, eran británicos. Por supuesto, como los que causaron este cruento e inútil desastre pertenecían al bando de los vencedores no hubo ningún Nuremberg para ellos.


Todo esto me viene a la memoria recordando los centenares o millares de individuos que han muerto en la hoguera condenados por una bárbara justicia.

El hecho de ver quemar vivo a un semejante era, en siglos pasados, un espectáculo popular. Pero no nos escandalicemos demasiado, pues las ejecuciones perduraron en muchos países, siendo públicas. En la civilizada Francia la última ejecución pública tuvo lugar en 1939. Al acto asistían multitud de curiosos, desde haraposos mendigos hasta damas en traje de noche y caballeros de esmoquin que salían de correrse una noche de juerga en las boites de lujo, degenerados de toda especie que iban a gozar viendo cómo se guillotinaba a un criminal. Lo que antes era el fuego ahora era la sangre que se desprendía de la cuchilla la que hacía babear a esos insensatos.

La condena a muerte por el fuego tiene orígenes tan antiguos como la humanidad. Los cananeos, llamados fenicios por los griegos, tenían varios dioses, el principal de los cuales era Baal, que significa señor. Cada pueblo, ciudad o villa tenía su Baal particular, el más importante de los cuales era el de Tiro, al que se lo llamaba Baal Melkart, al que los cananeos ofrecían el primer hijo. Este sacrificio se llamaba Molek, por ello los hebreos dieron el nombre de Moloch al dios cananeo. Los niños sacrificados eran arrojados vivos a una gran hoguera. Por ello en la Biblia (Levítico 18:21) se prescribe: -No darás hijo tuyo para ser ofrendado a Moloch, no profanarás el nombre de tu Dios-, pero por otra parte en el mismo libro (21:9) se lee: -Si la hija de un sacerdote se profana prostituyéndose profana a su padre y será quemada en el fuego- y (20:14) -si uno toma por mujeres la hija y la madre es un crimen abominable, serán quemados él y ella para que no se dé entre vosotros crimen semejante-.

Los cartagineses, como sus antepasados los cananeos, inmolaban niños a sus dioses. Diodoro Sículo explicaba que había visto una estatua gigantesca de Baal en bronce que tenía las manos tendidas hacia adelante y ligeramente inclinadas hacia la tierra. En ellas se depositaban los niños que resbalaban y caían en una gran hoguera que ardía ante la estatua. Los niños así sacrificados eran divinizados de manera que los padres no podían lamentarse. Músicos con flautas y tambores acompañaban la ceremonia y las madres iban a entregar sus hijos al sacerdote para que fuesen sacrificados.

Parece ser que estos sacrificios fueron desapareciendo con el tiempo, pero, cuando el año 310 a. de J.C. el tirano de Siracusa Agatocles sitió la ciudad, escribe Diodoro Sículo que creyeron los cartagineses que su dios les era hostil. «En efecto, aquellos que antes sacrificaban al dios los mejores de sus hijos compraban secretamente niños que alimentaban y después enviaban al sacrificio. Se descubrió que muchos niños sacrificadós lo habían sido en lugar de otros, y considerando estas cosas y viendo al enemigo acampado ante sus murallas tuvieron el temor de haber descuidado los honores tradicionales debidos al dios. Para reparar el error escogieron doscientos niños de los de mejor familia y los sacrificaron en nombre del Estado.

Incluso bajo la dominación romana los fenicios continuaron sacrificando niños, pero los romanos condenaron la costumbre y ordenaron crucificar a los que continuasen haciéndolo.

En el antiguo México los sacrificios humanos eran cosa corriente. En general las víctimas eran llevadas a la cumbre del Teocali, o pirámide escalonada que servía de altar a los dioses, y allí, con un cuchillo de obsidiana, se les abría el pecho y se ofrecía al dios del Sol los corazones aún palpitantes. Se hacían otros sacrificios a otros dioses y así se ahogaba a niños en honor al dios de la Lluvia y se quemaba a prisioneros o esclavos en honor del dios del Fuego. Las crónicas indígenas indican que a veces los sacrificios humanos llegaron a ser veinte mil en una sola sesión. Los sacerdotes cansados fueron sustituidos por otros y la sangre corría como un torrente por las gradas de la pirámide. Se comprende que los conquistadores españoles creyesen ver en los aztecas la encarnación del demonio. Y eso teniendo en cuenta que era una de las más adelantadas civilizaciones del Nuevo Mundo.

En el mundo cristiano hay una palabra que se une generalmente al suplicio de la hoguera. Una historiadora francesa, Chantal Alexakis, dice en su libro Les Bachers de l'historie: «La caza de brujas que hizo quemar del siglo XV al XVII a decenas de miles de acusadas en Inglaterra, en Alemania y en Francia, principalmente fue mucho más mortífera que no lo fue la Inquisición española, que tiene tan mala reputación.

La palabra Inquisición nos hace pensar en un tribunal siniestro y cruel que. no tenía otra misión que la de atemorizar brutalmente a hombres y mujeres de cualquier condición. Si hay una leyenda negra sobre este tribunal en la que se le atribuyen toda suerte de martirios, crímenes, suplicios y ejecuciones, otra leyenda hay, ésta blanca, que nos la presenta como un tribunal justo y ecuánime. Ni tanto ni tan calvo. La Inquisición era un tribunal, en su origen, encargado por la Iglesia católica para perseguir la herejía y eliminarla en lo posible. Guy Mollat, en su introducción al manual del inquisidor de Bernard Gui, célebre inquisidor del siglo XV, dice: -La herejía es un crimen de lesa majestad divina que consiste en el rechazo consciente de un dogma o en la firme adhesión a una secta cuyas doctrinas han sido condenadas por la Iglesia como contrarias a la fe-. Pero lo que empezó siendo un tribunal religioso fue al final un servidor del poder civil.

Pero antes de ser creada la Inquisición ya se habían perseguido por parte de los poderes establecidos a herejes o brujas. Si en 1252 el papa Inocencio II erigía el sistema de la represión contra los herejes con la bula Ad extirpanda, el rey de Francia Roberto el Piadoso, que reinó a fines del siglo x, hizo quemar por herejía a tres canónigos de la Iglesia de Santa Cruz de Orleans, y en Inglaterra, en el siglo XII, el rey Enrique II hizo marcar con hierro candente la frente de los herejes flamencos que huían de la represión de su país.


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